La partida de Isabel II pone en evidencia un mundo fascinante y contradictorio: el arte de hacer política con el vestuario. Algo así como el arte del maestro Alfred Hitchcock que tejía en su universo de intrigas en aquel filme de culto llamado “El Hombre que Sabía Demasiado”, donde escribía un guion paralelo no verbal a través del vestuario de sus protagonistas.
Esta reina, la más longeva de la historia, era una estratega excepcional y, al igual que el rey del misterio, usaba el diseño y la moda para decir lo que no podía decir. Su silenciosa artillería.
Los mensajes tenían que ver con su propia identidad como monarca, no así como mujer. Ella vistió para empoderar a la casa de Windsor a pesar de las turbulencias de la modernidad. Jamás estuvo a la moda, simplemente, se transformó en un ícono.
Una mujer que entró a liderar una estructura profundamente masculina y patriarcal a los 25 años, cuando heredó el trono tras la muerte de su padre. Enfrentó durante las siete décadas de su reinado la exigencia de una sociedad que le pedía que como mujer, cambiara algunas cosas. Pero no podía. Ese, no era un privilegio.
Y usó el diseño a su favor. En cada acto vestía su “uniforme”: vestido y abrigo monocolor por debajo de la rodilla, sombrero a juego, collar de perla de tres vueltas, broche-lanza-dardos (ya diremos por qué) y sus guantes. Una silueta estudiada a la perfección que transmitía solidez y confianza a su pueblo.
Por más que las aguas estuvieran revueltas, ella seguía firme, con su 1.60 metros de estatura enfundado en un monoblock vibrante —y a veces hasta neón—, para que su equipo de seguridad la ubicara rápidamente entre la multitud y la ciudadanía pudieran decir: “¡pude ver a la Reina!”.
Con ese pantone que se paseaba entre los delicados pasteles y los brillantes rosas, amarillos, verdes, celestes y azules enviaba sus mensajes. Si visitaba un país, ella lo honraba con sus prendas. Como en aquella histórica visita a China (1986), en la que llevó un traje de noche en seda rosa bordado con la flor nacional: peonías.
Aunque su primera gran declaración pública a través de la moda la hizo en noviembre de 1947, cuando se casó con el príncipe Felipe de Grecia. Escogió un vestido que pagó a Norman Hartnell con cupones de racionamiento para sintonizar con una nación devastada por la Segunda Guerra Mundial. La cola, de 4.6 metros, fue bordada pensando en la Primavera de Botticelli, para comunicar el renacimiento tras la guerra.
Más tarde, Hartnell diseñó su vestido más icónico: el de la Coronación (1953). Ocho meses de investigación y casi cuatro mil horas de trabajo para bordar motivos que representaran al Reino Unido y a todos los países de la Commonwealth. Todo para dejar bien claro que era la Reina la que ejercía el poder.
Ella los llamaba “disfraces”. Inolvidable aquel día en que después del referéndum del Brexit asistió ante el Parlamento con un traje azul y sombrero en el tono con flores amarillas, los colores de la Unión Europea. Su mensaje no verbal se convirtió en trending topic en las redes sociales.
O cuando en pleno confinamiento por la pandemia del COVID-19 envía un mensaje televisado a los británicos vestida de verde, simbolizando la esperanza y renacimiento. Y en su abrigo, un broche de turquesas y esmeraldas que le regaló la reina Mary, joya que tiene un significado histórico de protección y liderazgo.
Su disparo silencioso más recordado fue contra Donald Trump. Durante la visita oficial del entonces presidente de EE.UU. en 2018, la monarca le demostró su descontento nada menos que con un llamativo prendedor en forma de flor que le regalaron Barack y Michelle Obama.
Al poco rato, ya con Melania Trump, la monarca se puso un prendedor de diamantes que heredó de su madre, conocido como “el broche del dolor”, debido a que fue la pieza que usó la Reina Madre para el funeral de su marido (1952).
“La reina no necesita cambiar para estar con los tiempos. Los tiempos se adaptarán a ella”. Este titular de Time (2015) sella a la perfección su estética atemporal que no perdonaba una tela que se arrugara ni cualquier idea que se alejara de su vestido-abrigo inmaculado, de sus elegantes mocasines con tacones de 5 centímetros de Anello & Davide y de su cartera de asa corta de Launer.
Menos de sus más de cinco mil sombreros y tocados, creados por el diseñador Rachel Trevor Morgan y por el también británico Philip Somerville, que usaba como recordatorio de que “la Reina estaba contratada para un trabajo”.
Un ícono que terminó sus días en el castillo de Balmoral, en Escocia, el único espacio donde no necesitaba ser vista. God save the Queen.
Por Marisol Camiroaga, Periodista. Docente Escuela de Diseño Universidad Andrés Bello
Ex Directora General de Revistas Televisa Chile: ELLE, HARPER’S BAZAAR y CARAS.