El ejecutivo chileno decidió -ad portas de la votación- no ser parte del Pacto Mundial de Migraciones de la ONU. Fueron 152 países los que sí suscribieron, 5 en contra y 12 abstenciones los que no. La decisión de negar el apoyo al Pacto develó desinteligencias entre la cancillería y el Palacio de la Moneda.
Este pacto es el primero en la escena internacional que considera beneficios a la migración y a la protección de los migrantes que se encuentran indocumentados. Promueve 23 medidas, entre las que se encuentran: reforzar los esfuerzos para reducir la trata de personas y proporcionar a los migrantes el acceso a servicios básicos.
Fue el propio organismo multilateral, la Organización de Naciones Unidas, la que expuso que entre los argumentos de Chile –y la República Dominicana, únicos países de América Latina que se abstuvieron- se encontraba el resguardo a la soberanía nacional y la protección de las fronteras. Decisión que se da en plena reforma a la ley de migraciones chilena.
Entre los países que rechazaron su aprobación está el Estados Unidos de Donald Trump y la Israel de Benjamin Netanyahu. Por un lado, tenemos como referencia a un jefe de Estado que asegura enfrentará a tiros la inmigración ilegal y por el otro, un presidente que promete la demolición de aldeas palestinas en Cisjordania. Está claro que ninguno de estos gobernantes puede ser una referencia para la política internacional y los derechos humanos, y sin embargo, Chile está en medio de ellos dos.
No es una desproporción considerar que el gobierno utiliza a la comunidad internacional para desviar la atención de los asuntos locales con medidas que sintonizan con el peor populismo que conozcamos. Porque servirse del miedo al diferente, al extranjero, al exiliado, en una ciudadanía que se sabe está sofocada por la incertidumbre no es otra cosa que tomar una decisión a la medida del desenfrenado descenso en las encuestas y, de la pérdida de credibilidad institucional que ha provocado el asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca.
Resulta paradójica la decisión, adoptada a 70 años desde que la comunidad internacional aprobó la carta fundamental de Derechos Humanos en 1948, entregando principios de convivencia civilizatoria para toda la humanidad. Nadie hoy debiese poner en duda si acaso la migración es un Derecho Humano -los artículos 13, 14 y 15 de la carta son evidencia de ello-, por eso creemos que no haber suscrito al pacto no hace otra cosa que dejar en evidencia que en Chile existe una escasa voluntad política y una limitada capacidad de política pública para integrar a la amplia diversidad etno-cultural que hoy día forma parte de nuestro territorio nacional.
El pacto migratorio fue aprobado por naciones tan diversas como Canadá, Suecia y Venezuela, naciones que en las terribles décadas de los 70s’ y 80s’ -la larga noche de Chile- recibieron a miles de migrantes chilenos que buscaron en el extranjero asegurar condiciones mínimas para su sobrevivencia, ya que en la propia patria eran perseguidos políticos. Así, el Gobierno de Chile cierra las puertas a inmigrantes que no sólo escapan de sus países por motivos políticos, sino que también lo hacen por efecto de crisis económicas e institucionales que hoy por hoy son cada día más frecuentes en las naciones que intentan insertarse al modelo económico neoliberal desde una posición dependiente y periférica. Cuestión a la que por cierto no estamos inmunes en nuestro país, con una economía abierta y dependiente como la nuestra, en la que nadie nos asegura que frente a una fuerte caída en el precio del cobre el día de mañana nos veamos obligados a buscar nuevas fronteras.
Liliana Manzano
Académica
Universidad Central La Serena