A propósito de la tortura a que fueron sujetos los imputados del homicidio de Margarita Ancacoy, es conveniente poner de relieve que la discusión pública pareciera haberse desenfocado. Así, en diversos foros, compuestos por personas de los más variados perfiles formativos y socioculturales, es posible encontrar opiniones que, por distintas razones, parecieran validar la golpiza que les fue propinada a los sujetos acusados del macabro crimen. La justificación de tales tratos degradantes ha querido mostrarse como una señal de empatía con una víctima indefensa que pereció en manos de una cobarde pandilla de atacantes.
Es evidente que todos quienes hemos tenido noticia de esta situación nos condolimos con la familia de la víctima y queremos una sanción ejemplificadora para tan artera conducta. Sin embargo, eso no puede guiarnos a validar la inactividad del Estado frente a los vejámenes ocurridos al interior de los recintos penitenciarios en contra de quienes se encuentran bajo su resguardo.
Más allá de la impotencia que la ciudadanía pueda sentir por el violento homicidio de la mujer, sumada a la sensación de inseguridad que alimentan una prensa amarillista, por un lado, y una clase política que obtiene importantes réditos electorales de aquélla, por otro, es nuestro deber recordar que los derechos humanos son predicables en favor de todos los individuos, en contra de todos los demás y especialmente, frente al Estado.
Cuando surgen voces que reclaman respeto por los derechos de los internos agredidos, no es porque se piense que su vida vale más que la de su víctima o porque pretenda justificarse su protervo proceder, sino que simplemente se quiere evitar echar pie atrás en una idea que tardó siglos, sangre y varias revoluciones a la humanidad levantar: el respeto por la dignidad humana. Ese respeto supone que todos, rey y súbdito, pobre y rico, criminal y honesto, tienen un valor intrínseco que no deriva de sus acciones, sino de su propia condición humana.
El Estado está llamado a través de los tribunales a imponer sanciones fuertes cuando los hechos lo ameriten, pero también a proteger a los individuos y especialmente a aquellos que se encuentran encerrados bajo su tutela, pues, más allá de la conducta en que puedan haber incurrido, compartimos con ellos la naturaleza humana y esa sola circunstancia los hace dignos para el derecho. No puede justificarse que el Estado haga o deje de hacer con otros lo que consideraríamos inaceptable para nosotros mismos.
Gonzalo Cortés Moreno
Académico
Universidad Central La Serena