A estas alturas del siglo XXI ya nos resulta evidente que innovar no es un privilegio de pocos, sino que es algo que debe instalarse como potenciador en la sociedad.
No creo equivocarme si digo que desde que los humanos son humanos éstos han sentido la necesidad de hacer mejor las cosas, buscando alternativas para desarrollar ya sea sus vidas, su entorno o la forma en que realizan sus actividades. Y tampoco creo equivocarme al decir que la forma más efectiva de llevar a cabo esto es mediante un proceso llamado innovación.
Todos innovamos, y lo hacemos cada día: cuando hacemos las tareas cotidianas, cuando viajamos, cuando estudiamos, cuando trabajamos. Es verdad que la mayoría de las personas busca mejorar la forma en que realiza las cosas de manera de obtener algún beneficio, pero también es verdad que este beneficio no necesariamente es económico: puede ser que encontremos una ruta nunca antes pensada y mejor para llegar a un lugar, o una nueva y mejor forma de estudiar. Pero por muy diferentes que sean estas situaciones tienen en común que se refieren a la solución de un problema usando algo que antes no existía.
Las herramientas para innovar ya están presentes y nos rodean, aun cuando muchas veces se supone que innovar implica un cambio tecnológico radical, esto no siempre es así. En oportunidades simplemente es necesario reutilizar o encontrar nuestras formas de utilizar la tecnología que ya tenemos, o reasignar los recursos ya existentes.
Pero lo que sí necesitamos para innovar (y es una idea que viene desde los años 80) es detectar la necesidad y tener las personas competentes para solucionar el problema o buscar las soluciones, siempre de la mano con la tecnología apropiada (pero no necesariamente nueva) y un financiamiento adecuado. Lo que no necesitamos al innovar es la inercia, el miedo al cambio, el desconocimiento de mercados y clientes, el miedo al fracaso y la falta de recursos. Actualmente se cuentan con técnicas para tratar de mantener bajo control estos riesgos latentes de la innovación, y para maximizar la posibilidad de que la innovación se convierta en un proceso con altas posibilidades de éxito y que sea repetible.
Si hablamos de nivel país, Chile se encuentra en la posición 46 del Global Innovation Index 2017. Algunas de las razones del por qué nos encontramos apenas un poco más arriba de la mitad del ranking son las debilidades encontradas en dicho estudio, y que de alguna forma son transversales con otros problemas de nuestra sociedad: bajas inversiones en educación secundaria, la tasa desproporcionada de estudiantes por profesor, la baja difusión del conocimiento, y la poca presencia de agrupaciones de empresas e instituciones en campos especializados (clusters). Entonces la pregunta es ¿qué podemos hacer para revertir este proceso y hacer que Chile suba en el ranking?
Por supuesto que la respuesta es que la innovación y todos sus componentes debe ser enseñada y practicada, y qué mejor lugar para eso que cuando las personas están absorbiendo los conocimientos y adquiriendo las habilidades que los formarán como buenos profesionales. Es totalmente necesario que esto quede estampado en el ADN de cada estudiante, de forma que al salir al mercado laboral ya tenga las herramientas que lo distingan como un innovador, joven y tal vez sin mucha experiencia, pero con toda la potencialidad necesaria para aplicarla de forma efectiva.
La Escuela de Ingeniería de la UCN es una escuela joven, se fundó el año 2010 y sus primeros egresados terminaron sus estudios el año 2015. Es cierto que en general los primeros años de una unidad de enseñanza superior se dedican a la docencia, pero progresivamente se ha ampliado el campo de acción para abarcar otros temas que también tienen impacto en los estudiantes, y la innovación es algo que desde hace años se detectó como imprescindible en la experiencia de vida de un universitario.
Los nuevos planes de estudio de las ingenierías UCN ponen de manifiesto el cambio que era necesario para formar personas acordes a las necesidades del mercado global: profesionales de altas capacidades, y que rápidamente puedan generar soluciones a los problemas de sus profesiones. Y aunque la UCN siempre ha sido bien valorada por el mercado, no podemos quedarnos estancados. Esto se ha traducido en nuevas formas de hacer docencia en las ingenierías, que busca acercar la experiencia real y la innovación al solucionar problemas incluso desde los primeros años en las carreras. El hecho de hacerlos pasar por experiencias similares a las que encontrarán en la vida profesional ha hecho que los estudiantes saquen a relucir habilidades que van más allá de lo técnico, y que se desarrollen como líderes, emprendedores e innovadores.
Respecto a esto último, tal vez hace 20 años no se esperaba que muchos estudiantes UCN de cualquier carrera (periodismo, derecho, ingeniería, etc.) se dedicara a “los negocios”, pero hoy en día una parte no menor de los estudiantes lo ven como un futuro posible y necesario. El desarrollo regional en áreas incipientes necesita del emprendimiento, y muchas veces la mejor forma de usar los recursos y alcanzar el éxito es a través de la innovación.
A estas alturas del siglo XXI ya nos resulta evidente que innovar no es un privilegio de pocos, sino que es algo que debe instalarse como potenciador en la sociedad. La innovación no es algo que otros hacen, sino que es algo que podemos hacer desde nuestras propias vidas, en nuestros hogares, en el trabajo, en la universidad, para que los que vienen en el siglo 21.5 encuentren un mundo mejor al que encontramos nosotros, y que a la vez les permita dejar un mundo mejor a los innovadores que vendrán.
Erci Ross
Académico Escuela de Ingeniería
Universidad Católica del Norte