El norte no siempre es Estados Unidos, el norte, para los migrantes y desplazados es un lugar lejano al que van en busca de la utopía. Obligados por las circunstancias, esas circunstancias tienen responsables: un Estado inoperante, un sistema avasallador por tradición y una sociedad inhumana e insensible.
Emigran forzadamente del pueblo a la capital o a otro país y les cambia la vida, desde que ponen un pie afuera de sus nidos, jamás desde instante volverán a ser los mismos. Algo se rompe, algo tan valioso e íntimo que es imposible reconstruir y recuperar. Se esfuma y nos parte en dos: un antes y un después; regresa de cuando en cuando en los suspiros tardíos de la nostalgia. Y como los recuerdos: no se puede tocar.
Las migraciones y desplazamientos forzados, son el exilio más doloroso; son una herida viva, sangrente, que jamás logra secar: ni con el retorno. Esta melancolía se convierte en un estado anímico cambiante, porque quienes se ven forzados a dejar sus nidos, son como árboles a los que se les arrancó de raíz y aunque se les trasplante en otro lugar, jamás crecerán frondosos. Aunque se les abone o cambie de tierra. Es lo mismo con los humanos, aunque tengan lujos materiales, aunque les cambie la vida laboralmente, jamás, nada ni nadie logrará llenar el vacío de la pérdida: la raíz es irremplazable.
Pero tristemente en los casos reales de la migración y el desplazamiento forzado, que son personas marginadas por el sistema quienes lo viven, se enfrentan con una post migración de humillación y explotación. Sin documentos y sin los recursos el desplazamiento se convierte en un infierno, estos migrantes son abusados de formas inimaginables, por las autoridades del país de tránsito, por bandas delictivas que los trafican para fines infinitos y también si logran entrar al país de llegada, los espera otro tipo de averno: el de la depresión post frontera sumado al temor y paranoia constante de una deportación y el día a día de la explotación laboral.
El país de llegada puede ser cualquiera, las migraciones internas también se sufren día a día. El campesino que deja el trabajo en el campo para internarse en la urbe de cemento. Eso aniquila cualquier espíritu. El envío de remesas, la sobrecarga de trabajo, el estigma de ser migrante indocumentado o desplazado. El eterno insomnio, la zozobra y el dolor perenne por el nido roto. Por la familia destrozada, porque cuando migra uno de los miembros, la familia se fragmenta y se pierde, se pierde algo que jamás se podrá recuperar. Con las migraciones y desplazamientos forzados perdemos todos, porque cuando emigra un ser humano, emigran las tradiciones, la identidad, la cultura, emigra el talento.
Ese talento que generalmente en el lugar de llegada no se puede desarrollar porque circunstancialmente las condiciones son también de explotación y abuso, sobre todo de invisibilidad y vivir en las sombras; en el caso de los indocumentados la marginación es atroz. Como lo es para un indígena o un afro descendiente que emigra internamente, llegar a una urbe donde los capitalinos los discriminan con el peor de los racismos, no por indocumentados, pero por su origen. Y ni qué decir si esta persona solo habla el idioma de su etnia.
Cuando emigra forzadamente un ser humano, perdemos todos.
¿Cuánto vale la vida de un paria? Para que mueran miles tratando de cruzar las fronteras de la muerte. ¿Cuánto vale la insensibilidad y doble moral de la población mundial como para que siga siendo la migración y el desplazamiento forzado interno y externo un tema que no importe?
El norte no siempre es Estados Unidos.